EL OSO PANDA


EL OSO PANDA

Suena un viejo tango: Quisiera volver a verte / Carlitos Gardel añoso / con el cabello canoso… /
Los versos grabados a fuego traen ecos de otros recuerdos. Cardozo… Quisera volver a verte…
La joven profesora viaja desde su casa hasta la terminal para tomar el Expreso La Plata-Buenos Aires –una luz azul en el camino- que la acercará a la escuela. Son cerca de las 4 de la tarde, y mientras se sacude al compás del micro piensa que alguna vez en el futuro, cuando esté más afianzada en su trabajo, viajará raudamente, sin ese rechinar de metales y vidrios de la ventanilla. Eso sobre todo, ese rechinar que parece de los huesos de su propio cerebro y el viento que se cuela por cualquier parte le hacen prometerse que alguna vez será distinto.
Por ahora no hay otra, bajará poco después en la ruta, después del cruce Varela, para esperar otro micro –el único- que la llevará por una calle asfaltada –la única- que traza una entrada recta a la populosa barriada donde, entre casillas arracimadas se encuentra la escuela secundaria, un edificio nuevo y grande que sobrsale entre el frondoso chaterío.
Seguramente conseguirá asiento en el micro que se parece a una antigua bañadera en desuso, aunque techada, donde hay algunas mujeres que vuelven de la fábrica, hombres con el bolso de herramientas de albañilería, algunos chicos con guardapolvo que vienen de las escuelas del centro. Cuando pase el puente del arroyo subirá tal vez algún borracho, algún personaje en pijama –cosa que ya no le asombra-, algún policía de traje deshilachado que va a la comisaría de la zona, más allá de la escuela.
Esta vez llega un poco temprano y como todavía no están sus compañeros se queda un rato mirando el único árbol de la calle, que rompe con su enorme copa y sus hojas nuevas la opacidad de las casas polvorientas y del edificio escolar, invariablemente de amarillo pálido y aberturas de hierro pintadas de negro.
Esa es su escuela, una escuela de frontera. No por lo retirada sino porque hasta allí no llegan ni los reglamentos ni los diseños curriculares ni las voces nuevas, ni los libros ni la música ni los derechos gremiales. La proximidad de la entrada de los chicos la hace tomar conciencia de que pronto estará frente a ellos, dando clase, y eso le provoca una estado de entre temor y ansiedad, por lo que saca los papeles y se pone a ver los apuntes preparados para el tema de hoy: una poesía de Baldomero Fernández Moreno, reconocimiento de sujeto y predicado, objeto directo…
Al fin se hace la hora de entrada del turno vespertino al que la mandaron no sabe por qué, si había vacantes en la mañana. No es nada lindo cumplir el horario hasta las veintidós, tres veces por semana, y luego viajar, esperar en la ruta, volver a la ciudad, hace frío, a veces llueve, hay barro, además los mismos chicos no son los mismos que los de la mañana. Había tratado de indagar qué cursos había vacantes y cómo se cubrían y así, sin que se lo informaran y pese a que ese era su segundo año de profesora, se enteró de que a la mañana habían nombrado a un profesor nuevo, amigo de la directora. Es verdad que en ese primer año había recibido una sanción por negarse a dar una ‘conferencia’ sobre Platero y yo y proponer a cambio las poesías de Neruda y que aunque se lo negaron el solo pedido había sido interprtado como una indisciplina, y que tal vez molesaba a alguien por su apariencia no buscada de seductora. Pero el tiempo transcurría, no sabía bien qué pasaba, no había a quién recurrir, le convenía seguir por el momento donde estaba. Venía de ser docente en la Facultad, donde había sido designada Ayudante por concurso, pero Onganía, la noche de los bastones blancos, se disolvió la cátedra, cada uno para su lado como el coleidoscopio roto de Bradbury. De sentirse en la nada encontró un espacio en la escuela secundaria, y allí estaba.
Frente a la clase, de espaldas al pizarrón negro, mira por un momento a los chicos vespertinos, las caras torvas, las manos toscas. Habla con ellos, les pregunta qué hacen, uno le dice ‘feriantes’, no conoce el término, cree que no es castellano. Les hace copiar “Tráfago” de Fernández Moreno, ella en el pizarrón, los chicos en el cuaderno. Cree que es obvia, fácil de entender, pero los chicos no saben qué es el Congreso, qué simboliza en la poesía, luego los verbos tan de gusto de los hispanistas: “ahogábanse… abríanse”. Un plomo. Y después, la oración: Sujeto, Predicado, definición del Sujeto por el estructuralismo: no ‘aquello de lo que se habla’ sino por la concordancia… Qué difícil enseñar eso tan claro, tan racional.
Y de pronto, del fondo, la voz de Cardozo, anticipándose a todo lo que ella decía. -Cómo reconocemos el OD. Y antes de que lo explicara gritaba Cardozo: “¡lo remplazamos por lo, la, los, las!”. Los demás no entendían nada, él sabía todo. -Otra forma es… -“¡la voz pasiva!”.
Le rompía los esquemas. A las dos o tres intervenciones el chico se sinceró de mala gana: “Todo esto yo ya lo sé, es la tercera vez que hago primer año. ¡Y no sé qué hago aquí!”. Lo miró detenidamente. Era un mocetón de unos quince o dieciséis años, alto, flaco, morocho, de pelo corto a los costados y más voluminoso arriba, que le caía un poco sobre la frente. La boca grande, miraba siempre como riéndose. Le hubiera ordenado, pedido, que se fuera del aula, pero sus amigos pedagogos le habían dicho que eso no se podía hacer. Sin embargo a veces tal vez le dijo que se fuera. Otras, más disimulada, lo mandaba a buscar tiza o borrador, una vez lo mandó al baño.
La escuela, el viaje, Cardozo, el Análisis Sintáctico. Muy distinto a la Facultad. Y dar clase de Lengua a chicos feriantes del vespertino, casi todos varones, que entendían poco, y además Cardozo. Llegaron las vacaciones de julio como un pequeño oasis, tal vez por eso al regreso una idea salvadora: ya que sabe y como es bastante lúcido, y que no aguanta que le expliquen lo que ya él sabe, le pediría que lo ayudara a dar la clase, a hacerle entender el tema a los otros. Y así fue. A partir de ese momento daba la clase pero a Cardozo no le enseñaba sino que lo consultaba, le pedía ejemplos, le hacía escribir, y en una tensión entre docente y colega se llegaba, en bastante armonía, al final de la hora, y los chicos, los alumnos, más o menos aprendían.
Así siguió el segundo tramo del año. Pero un día de setiembre Cardozo no apareció, al otro día tampoco, y así. Al preguntarles los chicos le pintaron la escena: la madre en la pileta, muchos hermanitos, el padre borracho, agresión, violencia , la quiere matar, el hijo, que era fuerte, se enfrenta y lo reduce, salva a la madre pero luego huye, huye, está escondido, por eso no viene. Queda todo claro, pobre Cardozo, pero traten de ubicarlo, díganle que vuelva.
Volvió a la escuela unas semanas después en ese su tercer primer año. Un  preceptor estudiante de sicología y otro de medicina, amigos de la profe, por las suyas empezaron a ayudarlo, a hablarle, pero un día lloró a moco tendido con uno de ellos y después se trompeó, y ahí se acabó la terapia. Igual seguía colaborando en las clases de lengua, en las otras vaya a saber.
Era octubre, la tercera hora de clase. No está en el aula. La profe va al edificio nuevo y ve parado, junto a la puerta cerrada de la dirección, apoyado en la pared, las manos en los bolsillos, a Cardozo. Se sorprende y le pregunta por qué está ahí parado.
-Qué sé yo, me mandó la de geografía. No sé, me dijeron que espere acá. ¡Pero hace ya dos horas que estoy acá parado! Ma sí, me voy.
Y se fue. Igualmente, aunque se hubiese quedado, a pedido de una docente –que seguramente explicitó satisfactoriamente las causas, pidió amonestaciones y firmó- le habían completado el máximo de amonestaciones y lo habían expulsado.
Los chicos del improvisado gabinete sicopedagógico lo habían soltado. Nadie, ni la profesora de lengua, pidió por él. Seguramente lo sintió, lo había comprendido y le había tomado cariño, pero se resignó, no podía hacer nada. Ella tampoco era muy bien mirada. A los chicos les preguntó alguna vez si sabían algo y le dijeron que alguien había dicho que estaba de mozo en el Tigre. Quince años, mozo en el Tigre.
Diciembre, las mesas examinadoras para los que no aprobaron la materia. Es de noche, hay poca gente en el edificio anexo cruzando la calle.
Es la mesa de Lengua. La profesora está repartiendo papeles con ejercicios a unos pocos chicos, cuando se da cuenta de que hay alguien que está merodeando el aula. La mala iluminación no le permite distinguir, pero cuando los chicos están entregados a resolver la parte escrita del examen la sombra se acerca a la puerta del salón. Es Cardozo. Sonríe, no se atreve a entrar. La profe se le acerca, deja que los chicos continúen con lo suyo, le da la mano, le pregunta cómo está, si alguna vez va a recomenzar la escuela, quisiera saber si vive con  la familia, si su mamá está bien, si el padre ya fue, pero no se atreve, no sabría qué decirle, qué hacer. Él solo la saluda y le entrega una hoja de dibujo con un oso panda hecho en carbonilla y una dedicatoria con su firma y la fecha. Le da las gracias, ella también por el obsequio, se desean mutuamente suerte, felicidades. Permanecen un rato mirándose, dándose una sonrisa. Después la sombra se va. 
Cardozo, por qué un oso panda. En ese lugar tórrido, polvoriento en verano, gélido y barroso en invierno. Estaba bastante bien dibujado para la pobreza de docentes, seguramente copiado de alguna historieta de Walt Disney. Alguien tan lejano, de otro mundo. Extraviado, perdido, en ese barrio chato donde solo había un árbol para refugiar la mirada. Un oso panda para treparse al árbol y volar. 

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