Ortiva

Tengo que empezar explicándoles que cuando tomó cuerpo el tema del relato me empezó a perseguir un título que rechacé por demasiado explícito, demasiado bizarro, y recién pude empezar a escribir cuando encontré la forma de remplazarlo.
No me fue fácil, tuve que hacer algunas indagaciones que, como es norma y pese a mis convicciones, empezaron por la consulta al diccionario de la REA (o de la RAE, por eso del orden de los factores).
En principio por una duda ortográfica: ¿va con hache o sin hache? Porque me sonaba como hortelano, de huerto. Y más de algún coterráneo ya estará pensando que va con b larga -así la llamamos acá- pero aunque piensen que me equivoqué la palabra de arriba figura tal cual en el DRAE como la forma femenina de un simple adjetivo derivado de orto, legítimo sustantivo de nuestra lengua tomado de los antiguos romanos, para quienes significaba algo tan poético como el ‘ocaso de un astro’. También, por esas raras asociaciones, por qué no, se lo tomó para nombrar otra cosa no tan celestial precisamente. Aclaremos que lo de ‘simple' no está dicho en sentido despectivo, todo lo contrario, quiere decir que pertenece al patrimonio general del idioma, que no es un mero regionalismo.
Pero claro que así y todo y con la referencia académica no alcanza para justificarlo y al final tengo que acudir al fondo bajo del que provengo, porque se necesita del imaginero popular para entender qué quise decir con el adjetivo del título. Sí, popular, pero no de cualquier lado: vengo de las orillas bajas y naturalmente bordeadas de junco que lamen continuamente las aguas barrosas de un río nominado con el equívoco de plata. Y de paso, ahora que lo pienso, en ese equívoco original tal vez esté la clave de cómo somos, porque si bien no tan soberbios como para pensarnos de oro que optamos por el segundo lugar en cuanto a metales preciosos, los argentinos no somos tan argentinos, más bien lo contrario: oscuros, turbios, barrosos, como las aguas amarronadas del Río de la Plata.
Pues bien, de esa danza y contradanza de lo académico con lo bizarro surgió el actual título de este cuento para remplazar por demasiado explícito al que pensé ponerle primero. Porque el ortiba que usamos nosotros (y que se escribe con b por ser el vesre de batidor, otro lunfardismo), al igual que el ortiva de mi cuento, al que me tomaré la libertad de restituirle su significado académico (no el poético sino el otro), no constituyen ningún piropo.

Estaba solo el muchachito (¿dueño, empleado? el negocio parece más bien un emprendimiento de tipo familiar). Salió presto a atenderme. Su cara morena brillaba luminosa como luna llena en un cielo sin nubes. Redonda y aniñada, leí en sus rasgos una vida ingenua y serena. Enseguida, por entre la cortina de tiras colgantes que marcaba la parte privada se asomó la hermana, de mirada dulce, quien gorjeó su risita acostumbrada y volvió a meterse adentro al ver que se trataba de una única clienta y no justamente de las que solían llevar carradas de mercadería para familia numerosa.
Compré una pocas frutas por las que pagué más de lo que pensaba, lo que me dio pie para el infaltable comentario sobre la carestía y el aumento de todo, queja ante la cual el comerciante-niño no salió en defensa propia como yo esperaba sino que se sumó a la misma, ya que lo que trabajaba le alcanzaba apenas para comprar pañales –claro, descartables, lo que sale un bebé ahora hay que medirlo en tantos pañales consumidos por día más que en mamaderas y papillas.
Ahí me di cuenta de que lo de serenidad y dulzura de su rostro eran inventos míos, ya que casi sin variar los gestos o sin fruncir el ceño me largó toda su amargura de muchacho de veinte años parado todo el día junto a los cajones de verduras tan solo para costear los pañales del angelito. Porque claro –luego amplió la explicación- va a la casa y encuentra a la mamá –su mujer, una niña también- mirando televisión, ni siquiera lo espera con comida, y ahí yo intenté enganchar la infaltable reflexión que ya no hago tanto de cómo las madres antes usábamos otros métodos frente a la incontinencia de los bebés, y que después de todo no es tan difícil ni tan desagradable y que si una es desocupada y ende no cobra un sope, qué mejor que ahorrarse ese gasto intermitente y en cambio hacerse canchera para usar los tradicionales e interminables apósitos de trapo, práctica que por añadidura resulta ecológica.
El joven verdulero me miró con cara de no entender pero tampoco le interesaba mucho lo que yo decía, por lo cual decidí interrumpir mi alegato del jabón en panes y de los dispositivos reciclables y preferí limitarme a la escucha, sobre todo al oírle decir una frase que me sonó demasiado familiar. Era que toda la culpa la tenía su suegra, quien aparentemente apañaba –ahora de otro modo- a la hija zángana, en cambio a él, que se rompía el lomo, lo miraba con una cara que correspondía al adjetivo del título, en la que se leían preguntas tales como por qué mi hija se habrá casado con vos, no sé qué te vio, y la plata que traés no le alcanza para nada –claro, los pañales no los tenía en cuenta, si de algún modo u otro justamente terminaban en la nada- si no fuera por mí, pero lo peor era que encima de eso la chica mirando siempre televisión, ni siquiera la comida, se tenía que conformar con cualquier cosa. Y la vieja siempre con esa cara, así que ya lo tenía bien pensado, si no te gusta nos separamos, vos te vas con tu mamá y yo me arreglo solo. Y ahí suspiró: cuando fuimos a Bolivia a conocer a los abuelos le propuse que nos quedáramos pero como la mamá es de acá y vive acá al final tuvimos que volver.
Yo, que había empezado coincidiendo con el chico, a esta altura cerré la boca y comprimí los labios porque sentí que de hecho y sin proponérmelo pertenecía al bando de la suegra. No porque la conociera ni porque le diera la razón, sino porque a mi cara también le habían aplicado el epíteto, y lo había hecho alguien muy próximo, en situación similar. De modo que compartía sin saberlo la cara con esa señora desconocida. Y con razón o sin ella, aunque en un primer momento me había puesto del lado del marido quejoso, de pronto me di cuenta de que, quiéralo o no, fatalmente y por suerte sin que mi interlocutor en ese momento lo supiera yo estaba en la vereda de enfrente por algo que era bien evidente y que en jurisprudencia se llama portación de rostro. Por más que hubiera arrugas de sueños y de insomnios, de risas, de lágrimas, de soles en la playa, todo eso se había borrado –no las arrugas- para dar paso a esta otra cara.
Por supuesto que traté de mantener silencio durante muchos días y de ahorrarme todo tipo de comentarios tanto sobre la carestía y lo mal que vivíamos como sobre las parejas y los bebés actuales, intentando al mismo tiempo evitar todo gesto, toda mirada intencionada que denotara cara de, procurando así dar una imagen neutra, algo correlativo al español neutro de las novelas por tv,  porque cualquier cosa que dijera iba a salir con un sello, un gesto o un rictus que delataría mi condición de persona peligrosa para el orden público, así que tratando de que nadie se enterara me encerré en una parquedad símil cortesía y en cambio pasé mucho tiempo pensando en por qué las que son de mi clase en el árbol familiar tenemos esa cara. Hasta que al fin lo descubrí.
Y es más o menos así. Todas las de esta condición necesariamente alguna vez tuvimos una hija, que casi siempre llegó al mundo después de un proceso complicado pero más o menos divertido y alegre que empieza cuando aparece en escena el que luego sería el padre de la misma. ¿Cómo apareció este personaje? Casi no importa, siempre fue en un momento único en el que convergieron un montón de cosas tanto del futuro y muchas veces inconciente padre como de una misma. Y ambos nos enamoramos. Y nos sentimos únicos, elegidos por la vida o por dios, no importa por quién pero elegidos. A veces alimentábamos la euforia con la de otras parejas, por supuest también elegidas, al mismo tiempo que mirábamos con cierta piedad o desprecio a esas otras que se sentaban a una mesa en un bar y ya no hablaban ni reían, o caminaban en líneas paralelas por la calle sin siquiera rozarse los dedos. Nosotros no, éramos distintos, éramos felices. Bueno, al menos así nos sentíamos, esto fue especialmente con el primer amor o sea con el primer hombre, y luego es lo que se trata de recrear con los otros que siguen –porque el primer amor por simple lógica verbal no es el último- entre los cuales el padre de la criatura.
Y sí, luego el casamiento a lo que sigue la convivencia, el comer juntos una, varias bolsas de sal, como el dicho inglés. Ni la sal ni la convivencia tuvieron la culpa pero de pronto resultaba intolerable aquella costumbre de él que antes minimizaba, como por ejemplo pasársela tirado en la cama viendo tv, o que su película preferida era la novicia rebelde, que no hablaba correctamente, no malas palabras que suelen ser simpáticas sino demasiados de que y demasiado comerse las eses, hasta cada tanto algunos haiga. Además, cada vez que él contaba algo cerraba su relato con un ¿me entendés? que me irritaba. Ni que fuera lela. Eso no era todo, también era autoritario y si le cuestionaba alguna decisión se calentaba: ¡me desautorizás frente a mi hija!, y había que hacer lo que él quería. Y porque no le gustaba cortar el césped no se podía pensar en dejar el departamento. Con la plata era un desastre, se le iba en no se sabía qué. Además, demasiado callado, enroscado en el humo del cigarrillo, salvo cuando venían los amigos y se pasaban horas discutiendo de fútbol, siempre el fútbol, lo único que había era fútbol.
Pero claro, y acá viene la cosa: todo eso no surgió de la nada, lo tenía en su maleta –traía tantas cosas que no cabían en una simple mochila-, solo que, enamorada, aquella sensación de euforia, nunca se me había ocurrido abrirla antes para ver qué traía adentro, así que después se fue abriendo sola y las cosas se habían ido desparramando y ocupando poco a poco todo el departamento.
Yo en cambio me mantenía siempre igual. Bueno, a decir verdad, siempre igual a lo que había sido antes de conocerlo, antes de ese tiempo en que ambos quisimos y soñamos ser únicos y distintos. Igual por dentro, o sea donde nadie me veía, con mi mochila llena de cosas que también en forma imperceptible fueron instalándose en el espacio en común. Solo que eran mías. Y mi familia, mis horarios, mis torpezas y acritudes empezaron a aparecer frecuentemente en sus reproches.
Imposible imaginar todo eso en aquellos días dorados. Aunque en realidad no hubiéramos necesitado ningún esfuerzo de imaginación porque todo estaba allí desde el primer momento y lo hubiéramos podido ver si las hormonas, las ganas de escapar y de recibir halagos, los chocolates y vaya a saber qué más no nos hubieran tapado los ojos. Ahora comprendía que el amor había sido una trampa.
También para el muchachito de la verdulería. Y para la pendejita de su mujer, que saltó de niña a madre y aunque esto pudiera parecer poético a alguno es una verdadera cagada, así pensaba el verdulero, sobre todo para la progenitora, que lo llevaba escrito en la cara.
Y también para la nena. Aunque ella todavía no se daba cuenta pero la madre sí, ahora lo veía claro, por eso estaba decidida heroicamente a rescatarla del marido, quien a su vez hacía de todo por apartar a la chica de su familia. Porque él quería explotarla y apoderarse de la casa que la suegra tan generosamente les permitía compartir, donde tenía que soportar sin decir una palabra el trato duro con los nenes y ver cómo obligaba a su hija a hacer cosas de las que ella le había enseñado a liberarse, como planchar camisas o amasar fideos, mientras él perdía el tiempo en cualquier pavada. Y claro, con todo eso adentro, quién no tiene por fuera una cara como reza el título. 
Lo único que quedaba por hacer era tratar de ocultarla.