yo pecador

De niño había aprendido a repetirse a sí mismo todas las noches la certeza de la culpa seguida del pedido de perdón. Casi siempre lo hacia de rodillas, con la cabeza baja, frente a una lista de personajes encabezada por el dios todopoderoso al que seguían unas criaturas angelicales, desprovistas de pecado y llenas de bienaventuranza, que vislumbraba armoniosas e inmóviles, de rostros finos y delicados. Los golpecitos en el pecho acompañando el “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”, o si no también “pésame dios mío... por haberte ofendido...” Aquellas eran épocas de quietud y de recogimiento, en que escarbaba su alma para encontrar las faltas y tomar conciencia de acciones o deseos por los que luego iba a pedir perdón en el confesionario, que por más que se esmeraba no pasaban de una mala palabra o alguna mentira, el haberse copiado de un compañero, dejarse llevar por la pereza o por algún sentimiento de odio, suficientes sin embargo para que sintiera pesadumbre. También aquel hecho vergonzante de haber comido una rodaja de fruta y luego haber tomado la comunión, la sagrada hostia, sin el ayuno completo como le había enseñado su maestra de catecismo, una pavada pero la humillación de tener que decirlo, aunque no tan difícil como eso de haber disfrutado en soledad dibujando complicadas escenas amatorias en el patio de tierra con ayuda de un palito, cuando nadie veía, y quedarse imaginando la penetración, el beso, la caricia.
Habían pasado ya muchos años, sin darse cuenta se había olvidado de los rezos y del yo pecador y luego se olvidó de que se había olvidado, pero ahora de tan lejos sintió la necesidad nuevamente de golpearse el pecho o como si se lo golpeara, repitiendo las palabras de arrepentimiento: fue cuando vio en la pantalla al obispo de Paraná que dijo eso de que todos somos responsables, que es igual que decir que todos somos culpables, porque una responsabilidad cuando hay un crimen se transforma en culpa. Todos somos culpables, se dijo, recemos para que Dios nos perdone y aparezca Silvia, para que vuelva a su casa.

Todos somos culpables. Todos, yo también. Parece raro pero debe de ser así. Y sí, alguna culpa tenía, como cuando los dibujitos o la rodaja de banana, la fruta prohibida. Aunque uno se resiste a pensarse asesino. Pero debe de ser así, porque entre nosotros, en este pueblo que entre todos hacemos, en este colectivo del cual cada uno es algo, hay un asesino, el asesino de Silvia, y ese asesino existe porque nosotros le hacemos como un nido para que nazca, viva y se alimente. Un asesino que ya tenía rostro, la furia en la mirada, y hasta nombre, claro que cada vez que se lo designa como asesino se le agrega el adjetivo “supuesto” porque ante todo hay que respetar la normativa judicial pero no se deja de nombrarlo y de afirmar que es el asesino, y al mismo tiempo ese misterio de que todos somos responsables como lo dijo el obispo, un poco como el misterio de la santísima trinidad, tres personas y una sola, es un misterio pero es así. Y decir tres y decir mil, millón, cuarenta millones es lo mismo, el misterio está en que uno es tres o cuarenta millones, uno es el asesino pero lo somos todos, el desafío es para la matemática. Porque como lo dice el yo pecador, todos pecamos gravemente en pensamiento, palabra y obra. No podemos escapar, somos todos en ese rostro que desde la pantalla nos clava la mirada sacada, al que le dicen ‘el supuesto asesino’ y luego nombre y apellido. No es la foto estática con el número abajo, han elegido un rostro que se vuelve a nosotros, en la que brilla el demonio en los ojos –el demonio, que en este siglo ha vuelto, lo afirmó el obispo-, el pelo crecido, descuidado, la camisa entreabierta por la que se ve el cuello sinuoso de un hombre joven.
Todos somos culpables pero él es el principal sospechoso. Se lo llama por el apellido: Montero. Es fácil, al ver su torso de macho demandante, superponerlo a la figura alargada de Silvia, Silvita, trece años, sonriente, pudorosa, que hace pensar en “La fuente de la doncella” por lo rubia y la historia, todo, aunque ésta usa jean y remera holgados. Silvia junto a su mamá, Silvia junto a sus hermanitos, Silvia con las compañeras del octavo año. Suena lógico pensar que Montero, ya que se dice que había violado y matado antes a dos mujeres y las había enterrado en los fondos del terreno familiar, que tiene mujer torva como él y también ahora presa, haya alimentado el deseo de un cuerpo ingenuo, de una belleza limpia, una virgencita aureolada por los ángeles del papá y la mama, ángeles de la guarda que también quieren que la nena estudie y progrese, la habitación con cortinitas, el diván, los libros de la escuela privada, ver desnudo su cuerpo de curvas apenas insinuadas, apretar esa piel nueva, los muslos suaves lisos, la cintura para la que le sobran las manos potentes, hacerla sangrar bajo su peso y luego matarla porque no queda otra. Todos somos culpables de esa saña asesina, porque él seguro no ha tenido un padre y una madre que lo hubieran hecho sentir como uno piensa que un hijo se debe sentir con respecto a sus padres, porque no terminó la escuela, porque no tuvo juguetes, porque cuando eligió ser hombre decidió no hacerle asco a la bebida y nadie le dijo nada, porque lo metieron preso pero igual lo dejaban salir algunas veces según dicen a trabajar los fines de semana, cuando todo el mundo se divierte qué raro que salga a trabajar los domingos pero no vamos a entrar en detalles, y una de esas veces fue cuando el diablo lo cruzó con Silvia. Hasta tal vez los padres de Silvia y la misma Silvia, porque ella tan dulce y casta y sin embargo por eso mismo y tal vez sin saberlo, por ese callar provocante, por ese deseo de sentirse linda y de no invisibilizarse, habría pasado a su lado sin ignorar lo que despertaba en el otro y no rechazó la certeza de conmover al hombre fuerte, poderoso, que la miraba lascivo, los padres de eso sabían porque ahora eran hombre y mujer maduros pero conocían la poderosa atracción de los trece años de su hija, oculta en ropas de niña, y en secreto y en silencio cada uno por su lado gozaba en el recuerdo de su pasada pubertad y se complacían viéndola, no quisieron impedir que también otros ojos la miraran con deseo. Por eso, la virgencita y los ángeles que la rodean deben rezar, igual que Montero, el yo pecador. Aunque claro él está en la cárcel, los padres en la calle y la nena no aparece ni viva ni muerta
Montero seguía preso, hacía ya un tiempo que lo estaba pero lo habían dejado salir justo ese domingo y luego se lo dejó incomunicado, otro preso compañero suyo fue el que contó todo, a él se lo había confesado el propio asesino. Todo quedaba así claro, faltaba solo Silvita: muerta, robada, escapada, en el país o en otro lado, no había rastros. Aunque prácticamente no era necesario, uno podía reconstruir su cuerpo desnudo, ultrajado, tal vez descuartizado y enterrado en algún lado del vasto campo que rodea el pueblito o en el fondo de un zanjón interminable. O bañado en licores y collares, semidormida, la carita pintarrajeada en algún lugar secreto sin luz de día, Montero y su novia entregadores.
Era tan claro que no necesitaba comprobaciones. Un poco se siguió buscando por eso del periodismo y de las marchas, también se hicieron presentes algunas instituciones, además se hacía necesario que el relato mantuviera alguna coherencia, sobre todo tratándose de una sociedad democrática tal como ésta en la que todos vivimos y en la que hay instituciones con poder de policía. El gobernador señaló la culpa del director de la cárcel y del psicólogo penal por cuyo informe se permitió la salida de Montero y aseguró una investigación a fondo. Sonaba fuerte su discurso, mea culpa, mientras pasaban flalshes de numerosos agentes del orden revolviendo pastizales, lagunas, calles. Aparecieron expertos con perros. Se veía que la policía hacía los deberes. También la gendarmería.
El cadáver en cualquier momento iba a aparecer, el cuándo y cómo era cuestión de tiempo, pero los padres no cesaban de afirmar que estaba viva, intentando apuntalar con sus afirmaciones una quebradiza seguridad de encontrarla. Como no aparecía se empezó a pensar que la nena se había escapado por culpa de algún berrinche familiar o de alguna mala nota en la escuela, o había sido secuestrada para pedir un rescate, y hasta hubo alguien que pidió y cobró unos pesos, se dijo que era la novia de Montero, aunque según otras versiones ella en ese momento estaba presa. Igual habría sido la entregadora, en la hipótesis de que hubiera sido robada para usarla en un prostíbulo, lo que era muy probable, pero la búsqueda de todo indicio fue negativa.
Tal vez por la gente o porque en la televisión pasaban seguido la imagen de la nena, una Silvia sonriente y larguirucha enfundada en un jardinero como la mostraba una foto familiar o sobresaliendo un poco su cabeza del grupo de chicas uniformadas de una escuela religiosa, se siguió hablando del hecho. Porque ya se sabe, a los periodistas les gustan ciertos temas que dicen que al público le gusta, y para no quedarse cortos buscan el adjetivo hiperbólico, apocalíptico, una nena violada y asesinada por un asesino paranoico casi infradotado pero lascivo compulsivo es una buena noticia.

No se puede repetir siempre lo mismo, se sabe que el relato tiene que progresar. Tal vez por eso un día apareció en las noticias la defensora oficial de Silvia, una abogada joven que hizo un análisis claro y racional por medio del cual concluyó demostrando la complejidad del caso y lo que es más importante lo dejó bien enmarcado en las leyes y decretos que lo comprendían, y mientras decía esto, de fondo, la cara del presunto asesino. Otro día apareció la diputada nacional integrante de la comisión de derechos humanos para proteger tanto a Silvia como a Montero.
Inesperadamente un acontecimiento cerró el relato: el suicidio de Montero en la comisaría donde estaba alojado. Entonces hizo su aparición en la pantalla por primera vez el comisario, un señor cincuentón, grueso y de bigotes, vestido de calle, solo los que rastrillaban iban uniformados. Alguien le habría dicho: arreglátelas, decílo vos, y no pudo escurrir el bulto. Además quién mejor que un comisario para conocer la verdad, por eso debía dar él la noticia, y bueno, son cosas del cargo. No habló del yo pecador de Montero (para eso estaban los periodistas y el público), se limitó a los hechos, dejó claro inclusive mediante prolija infografía cómo en su condición de autoridad se había preocupado por tomar todas las precauciones a fin de evitar que sucediera lo que había sucedido, esto es, dejarlo al preso sin cinturón y sin corbata ni cordones de las zapatillas, sin sábanas en el camastro fijo al piso, para lo cual no necesitó que se modificara mucho la condición verdaderamente minimalista de la celda. Pese a todas las precauciones el culpable había encontrado la forma de colgarse del techo y morir así asfixiado. “Querer es poder”, masculló el comisario. En efecto, nada podía hacer pensar que el muchacho hubiera podido ahorcarse porque no tenía ningún elemento para hacerlo ni silla para elevarse del piso, y sin embargo había tomado la frazada que tenía para cubrirse y parece que pacientemente, cortándola con sus dientes (ahí bajó un poco el tono para aclarar que esa era al menos la conclusión de los peritos) había transformado la manta de lana en una cuerda con la cual, por la madrugada, cuando disminuían las rondas en una comisaría en la que justo esa noche no había otros presos, se había ahorcado colgándose de unas barras del techo. El cuerpo inerte, la frazada convertida en soga, la hora, el lugar, las condiciones, fueron constatados, o sea que había habido peritajes y todo estaba comprobado, era real, y luego quién más autorizado que el propio comisario para relatar el procedimiento y dar informe de los hechos.
Esto hizo que los padres de Silvia quedaran eclipsados en las noticias por los padres de Montero, quienes ahora hablaban de golpes y torturas recibidos por su hijo antes de que lo asesinaran en la cárcel, pero ahí estaban los de la comisión de derechos humanos que garantizarían la información correcta. También se dijo que el primer denunciante había dicho que su denuncia era producto del apremio. Hubo una mujer que testimonió días más tarde en contra de Montero. Los padres lo defendieron y se decía que la novia, esa loquita de diecisiete años, había mencionado el suicidio en una carta en la que lo invitaba a él a emprender el viaje juntos, alguien leyó en pantalla el fragmento donde lloraba sus suertes de amantes separados en cárceles diferentes que se habían juramentado amor eterno. A esto siguió por supuesto una preocupación por proteger a la chica, no hiciera lo mismo, pero después en otros flashes ella negaba esa carta, esa gente es así, ni sabe lo que dice.

El comisario en realidad no había estado presente durante los hechos, ya que todo había ocurrido en dos fines de semana distintos en que coincidía que él estaba de franco, el primer sábado fue justo cuando el preso había salido a trabajar o solo salió ese sábado, y él se sabe solía ir con su familia al campo. Por qué no, tiene derecho. Tenía un campito lindo, con una casona rodeada de plantas, nada que ver con ese pueblito mezquino, y los domingos con ropas ligeras solía ocuparse del asado familiar, pasaba horas junto al fuego mirando meticulosamente los costillares y las achuras para que estuviesen a punto. Ahí sí que había paz, silencio, todo verde, limpio, no como esas casillas roñosas, amaba las flores lilas de la enredadera que pendían de la pérgola. En días determinados los nietos venían y permanecían a cierta distancia, abstraídos en sus juegos, o se excitaban alegremente con sus chistes de viejo. A veces los nenes veían hombres vestidos pobremente, muy callados y obedientes, que el abuelo traía del pueblo y los volvía a llevar por la noche. Se encargaban de algunas tareas en el parque o de limpiar los chiqueros, ellos ya sabían que no debían hablarles ni acercarse demasiado.
Hombres oscuros, agobiados, todos iguales. Era más divertido cuando bajaban algunas avionetas en el campo. La roja era de un aviador amigo de la familia que venía seguido, se llamaba Diego. Varias veces los había llevado a dar una vuelta en el Cezna, el motor hacía un ruido infernal pero a los chicos igual les encantaba volar y ver desde arriba la pileta, los árboles, la casita, los caballos, el mismísimo abuelo moviéndose como el osito a pila de cuando eran más chiquitos.
Además el avión era como un enlace con un mundo lejano, distinto. Casi siempre traía comida y cosas ricas en grandes paquetes. A veces también venía gente de visita que era distinta a los lugareños, Diego hacía de intermediario incluso con el idioma, porque champurreaba bastante el inglés y eso le permitía entenderse con gente de cualquier nacionalidad y profesión. Diego además era simpático, a los chicos les gustaba oír sus historias tristes de gente rica, medio infeliz, que no tenían hijos y por ahí se les antojaba ayudar a algún negrito, o de ese hombre alto, mayor, del que contó que era un profesor muy importante de una universidad alemana pero que sufría de soledad por una esposa enferma y fea que no lo comprendía. Ese había sido uno de los últimos en visitar la estancia: un gigantón blanco, grueso, de cara bonachona, que transpiraba gruesas gotas bajo el panamá de su sombrero. Los chicos la oyeron a la abuela chusmear con las hijas que este hombre estaba cansado de vivir en una ciudad con muchas fábricas y que se había enamorado del paisaje del lugar, los ríos, los bosques llenos de pájaros, sobre todo las palomas, y al decir esto las mujeres lanzaban risitas cómplices.
El abuelo era muy generoso con sus invitados, nunca les preguntaba nada, cuantimás si venían por intermedio de Diego, en esas ocasiones los chicos la pasaban mejor, por eso este hombretón que era muy importante en su ciudad lejana pero triste por culpa de su esposa, que hablaba un idioma duro, igual iba a recordarlo bien, porque él le ofrecía lo mejor de esta tierra de paisaje idílico. Estaba seguro de que el hombre iba a apreciar adecuadamente su mercadería, pues se notaba que era rico y refinado. Hablaban de una gacela, los chicos no conocían ese animal ya que no los dejaban alejarse del jardín próximo a la casa, Diego sonreía.
Pobre viejo gigante que parecía tan sabio y tan bueno, decían que era un gran profesor pero que en su país todo era viejo, su esposa ya no lo quería, él encontraba la paz y la alegría acá, en esta tierra roja llena de árboles y flores, después de todo los favores del comisario eran por culpa de esa vieja que se había quedado allá en Europa. Por eso ella también debería estar rezando el yo pecador, o sea que lo suyo no era para tanto. Hasta la pobrecita Silvia, vaya a saber, no aparece pero seguro que está en paz y mejor que más de una, un poco de culpa tiene por ser tan bonita. En la escuela seguro que el yo pecador se lo habrán enseñado. El profesor también tendría algo de culpa, pero como era de otra lengua y de otra cultura, quién sabe de qué religión, en una de esas ni conocía la oración.

Tiempo después, el rostro de Silvia era un recuadro en la factura telefónica. Cada tanto por Internet aquella foto con las compañeras de escuela y una lista de firmas. Que si alguien la reconoce se comunique a determinados teléfonos y direcciones. Como si pudiera adivinarse en sus cabellos enraizados a la tierra, o en la cara abotagada, los ojos vidriosos, la ropa humillante de una esclava sexual.