Señas

A Gustavo
Era ya la mañana y debíamos irnos. Había llovido todo el día anterior y también la noche, las calles de tierra estaban inundadas. Pese a la breve felicidad vivida no podía dejar de verme a mí misma como su mujer para los días de lluvia. Aunque eso no me disgustaba, porque en esas ocasiones todo se veía más lindo, verde, reluciente, incluso los oscuros nubarrones, sí que la quinta, en los días de sol, era de la otra, la legítima. Con este regusto que me opacaba el gustito a café con leche y tostadas del desayuno me dispuse a irme sola, en mi auto, sin poder contar con su pericia para manejar en el barro. Y de paso que él hubiera estado al volante y sentarme yo en el lugar del acompañante alguna vez.
Arranqué lo más rápido que pude, pero al salir de la casa y como a una distancia de cien metros, antes de encarar la curva, vi que la bordeaba una ancha carpeta de agua y bajé del auto, temerosa. Podía quedarme empantanada. Miré hacia atrás y lo vi parado en medio del camino, junto a su camioneta estacionada en dirección contraria a la que yo estaba. Frente a mí cuan alto era, los brazos en alto, bien estirados: acaso pensaba que quería volver o que lo estaba llamando y me decía que me fuera, que me alejara. Abrió los brazos en ángulo manteniéndolos siempre en alto, luego los cruzó y descruzó enérgicamente varias veces, poniendo una vez uno y otra vez otro brazo por delante, como trazando una X en el aire. Ese movimiento lo repitió unas cinco veces. Leí en sus brazos en alto un portón de doble hoja que se cerraba para siempre: la despedida definitiva... O era mi  imaginación y solo me estaba saludando.
Yo había detenido la marcha y me había bajado y tuve la tentación de correr a preguntarle qué me quería decir. Así un ratito más, total no tenía apuro. Pesadumbre, pereza, temores, me mantuvieron inmóvil. Para qué, y si quería comunicármelo por qué no lo hacía de modo que yo le entendiera, además no había visto con claridad su cara, si estaba enojado, harto o exultante, la expresión del rostro podía ser cualquiera, a esa distancia solo distinguía la cabeza bien erguida, el cuello estirado.
Segundos antes lo había tenido cerca, aguda la mirada celeste, rígidas las facciones que sin embargo tomé entre las manos y besé, a modo de saludo, antes de decirle balbuceando, casi sin fuerzas: “el error es que yo me aquerencio”. Lo dije sin querer, sin pensar, enseguida supe previamente a pronunciarla que la frase era ambigua, el error de quién, de quién iba a ser, mío, que me aquerencio, a qué, adónde, a la casa, pero sobre todo a él, aunque uno se aquerencia a un lugar, pero ahí aparecía mi subyugamiento, el besar los lugares donde él había estado, emocionarme cada vez que me acercaba a los sitios que habíamos compartido, furtivamente, que eran míos pero de casa ajena, el vino que traía, el mantel que estrené la primera noche que cenó en casa.
No había podido hablar casi nada, no había podido explicarle, tanto quedaba por decir.
Tras el último movimiento bajó los brazos, esperó un instante, luego se volvió, dándome la espalda, subió a la camioneta, la puso en marcha en dirección opuesta a donde yo estaba y con el motor a un ritmo sostenido llegó a la calle de eucaliptos, dobló en ángulo recto, tomó hasta la calle principal, aceleró y se alejó, ya definitivamente, del caserío.
Esos brazos cruzados y descruzados en alto se habían sacudido cosas que molestaban, se habían limpiado de algo. Faltaban dos banderines cuadriculados y hubieran sido los que señalan el final de la carrera, se acabó. O también la largada, la largada de una nueva etapa, que en realidad es el final de la que ya había terminado.
Repasaba las palabras para interpretar, como en los juicios, el veredicto, unas estaban por el sí, otras por el no, pero no podía olvidar los brazos cruzándose y descruzándose en el vacío.
Pregunto a mis amigos. María: y qué sé yo, era una despedida. Los jóvenes saben más. Sin embargo, Paula: un lacónico no sé. Qué le importa. Diego, que mira las carreras: esa seña no significa nada.
A los cuatro días lo encuentro. Te decía que me siguieras, que por el otro lado era más seguro. Te hice señas de que ahí había mucha agua y barro y te podías encajar. Pensé que me habías entendido y como se me hacía tarde, enfilé para irme, confiando en que ibas a tomar el camino más firme que yo hago todos los días, que ya lo tengo junado.
Y yo que había pensado que ya... No le dije nada, salvo que sí, que había pegado la vuelta y tomado el camino seguro.