Creativa

Dios tomó las arenas del desierto, que volaban como llovizna fina al menor soplo del viento, y con manos expertas y un poco de agua y fuego modeló un cuerpo de singular belleza: no podría haber sido de otro modo, se trataba de la concreción de su propia esencia abstracta. El generoso pecho divino, invisible, sus muslos robustos, también invisibles, sus ojos que lo veían todo pero a los que nadie veía, pudieron ser recorridos con la vista, contemplados, deseados, en cada trayecto de piel, en cada prominencia, en cada hueco del cuerpo de arcilla. Cuando finalmente le sopló vida el hombre abrió los ojos y no vio a nadie, pues envuelto ya en túnicas de aire transparente Dios se alejaba hacia las regiones de alta memoria.
Inmerso en sus navegaciones, a poco lo perturbó no obstante la belleza melodiosa de un lamento: tan dulce como Salicio en la Égloga Primera o grave como Quasimodo: “Ognuno sta solo nel suol dela terra, traffito da un rayo di sole...”, no importaba en qué lengua (a Dios no lo afectaba la diáspora babélica), comprendió que provenía de su estatua viviente, reciente creatura, el hombre. Y temió que se disgregara en la arena primigenia, ya que sabía que la expresión lírica es tan bella como insostenible y que despierta la atracción de los abismos. Entonces, como además de escultor y biólogo también en aquella época era maternal, Dios dijo: -No es bueno que el hombre esté solo. Allí fue cuando creó la mujer. Para ello no necesitó repetir el procedimiento: ya tenía medio camino hecho, la arcilla preparada, no se entretuvo soñando a medida que mezclaba la tierra y el agua y luego la sobaba con energía y la acercaba al fuego, gozando con las llamas juguetonas, como cuando lo había hecho al hombre, sino que, ya se sabe, tomó un pedazo de masa previamente convertida en carne o en hueso vivo. Todo fue más rápido, tal vez debido a las urgencias masculinas, y quizás por eso Dios la quiso menos y hasta le tomó un poco de fastidio a la nueva obra: los antiguos, aquellos que tuvieron algún encuentro del tercer tipo en esas épocas, así nos lo dan a entender. No estaba bien eso de querer a un hijo más que al otro pero bueno, de todos modos es comprensible, es humano, además eran solo sus criaturas, al fin y al cabo ajenas, extrañas, porque los amigos, los verdaderos compañeros de parrandas y aventuras estaban en otros niveles, así que los dejó que se miraran el uno a la otra intensamente y decidió bajar el telón ahí mismo. Lo demás ocurriría entre bambalinas. O en cualquier otro lugar. Como alguien lo había dicho, en el lugar de lo sagrado.
Al tiempo, un nuevo lamento. Era triste, era bello pero bastante elemental, no le recordaba a ningún autor conocido. Tenía olor a sangre y a negrura, a cavernas y a salitre. No podría continuar en su placidez divina mientras lo oyera por lo cual decidió volver al mundo, oculto entre sus mantos invisibles. Y descubrió a la mujer, sola. El la había inventado para que el varón no estuviera solo, y era ella quien ahora estaba sola. Vaya a saber por qué, ingratitud, olvido, la guerra, el marketing. Ese no había sido su proyecto, algo le había fallado, algo había escapado a sus previsiones. Entonces se dijo para sí, mascullando, como por decir algo: -No es bueno que la mujer esté sola. Pero ya la Biblia estaba escrita y no se le podría agregar un párrafo más o escribir entre líneas (lo cual invalidaría el resto), además mucha agua había corrido y había mucha gente que sabía muchas cosas, profesionales de todo tipo, era difícil armar una explicación ignorando bibliografía autorizada y prestigiada por la comunidad científica, y tampoco por la vía de los hechos se podía hacer nada, quedaba lejos la época de los panes y los peces, así que decidió regresar, tal vez para siempre, a sus solares. Antes se hizo visible por un brevísimo instante en que permitió que ella lo conociera, la miró fijo a los ojos y le dijo, cuidando que su entonación no trasuntara ninguna ideología:
-No es mi problema.