ENCANTAMIENTO Y MAGIA

 Lo conocí casi como un héroe de un pueblito de campo, un figurón. Cuando la nena se casó le escuché decir un chiste, esos chistes de los que se la saben toda, que me produjo un sabor agrio en la boca. Yo por entonces ya había conocido a varios masculinos, me había enamorado varias veces, estaba casi sola y pensaba que los hombres –más precisamente los varones- eran todos cagadores. Esa vez el chiste me lo confirmó.
Desde hacía varios años venía armando aquellos proyectos de estudio sobre el habla de los chicos, los lugareños y los migrantes, que hice con alguna gente amiga y que tanto me entusiasmaron, qué pasaba con las maestras, y el tema había ido creciendo con la propuesta de incorporar estudiantes de otras carreras. No lo aceptaron de primera intención pero yo estaba decidida a pelearla ya que, cualitativa y cuantitativamente no era 'otra vez lo mismo', y tenía comprometida gente distinta que enriquecería el tratamiento del tema. Estaba en esos intentos cuando por otro lado me dieron un mazaso en la cabeza, seguido de amenazas, y quedé por mucho tiempo en estado de confusión, derrotada, no podía pensar ni imaginar nada. Tal vez lo conté en otro lado, intervinieron seres queridos para ayudarme a salir pero en esos momentos no me pude reponer, venció el plazo y se fue todo al carajo.
Y después poco a poco se produjo el encantamiento. No fue la varita mágica, no fue una palabra, porque de ese modo me hubiera dado cuenta y eso me hubiera dado alguna  posibilidad de defenderme. Fue un proceso más bien lento, como en esas novelas policiales donde hay alguien que coloca una sustancia tóxica en la comida, no eliminable por vía natural sino acumulativa, que un día patatús el personaje se muere y nadie sabe de qué. Bueno, se trató de algo así, sordo, silencioso, hasta que de pronto caí en cuenta de que yo era­­ una silla. De fuera parecía la misma de siempre pero en realidad me había transformado en una silla. Solo notaban mi ausencia, entonces me iban a buscar y me ponían donde correspondía, para completar las sillas del comedor. Mientras estaba en el lugar indicado todo corría normalmente.
Duró varios años mi existencia de silla. No gustaba mucho, era rústica, dura. En algunos momentos vi que querían revolearme pero se contenían, no era cosa de que el juego de comedor quedara rengo. Solo una vez sentí que la furia superaba al temor y quisieron agarrárselas conmigo, como mi papá cuando, furioso porque llovía a torrentes y caían rayos a lo loco, levantó un tronco que teníamos para martillar clavos y lo tiró contra el paredón, dejando una marca en el revoque. En ese momento era chica, así que presencié muda la escena, sin poder hacer nada. Pero ahí ya era toda una mujer y media y antes de que me arrojaran a la calle sentí burlado mi orgullo de silla bien plantada y decidí que nadie me tocaría, entonces amenacé con arrojarme yo misma a una fogata, delante de todos. Al final, como suele suceder, cada uno guardó su furia y su  impotencia y seguí mi existencia de silla, aunque ya al menos con el honor asegurado.
Por entonces Emanuel no venía. Seguramente andaba por Bélgica o tal vez fue cuando su viaje a Checoslovaquia o a Mongolia. O aquel verano en que se fue –lo supe después- con Isabella a hacer campamento en la cordillera patagónica. De tanto en tanto se lo recordaba en algunas de sus hazañas, raras para mi cotidianeidad de alumna y docente correcta, y su figura fue creciendo como crecen los ausentes. Pasó el tiempo y yo seguía en la casa con mi existencia de silla. Mucho no me gustaría porque empecé a ralear mis visitas, ya que fuera de ese lugar volvía a ser la persona que siempre fui, una niña o mujer solitaria, callada, que encontraba su lugar preferido dentro de aulas casi siempre poco confortables.  Cuando en cambio iba a la casa, con las patas bien firmes en el piso, desde allí miraba o escuchaba la vida de otros.
Pero una vez reapareció Emanuel, solo, invitado a comer. Se sentó frente a mí y me miró. A la semana la visita se repitió. Y tres, tres, a la moda de San Andrés: fue a la tercera vez cuando, como al descuido, se sentó bien frente a mí y, en un momento en que todos los demás estaban cada uno en otra cosa, poniendo un vaso o destapando una botella o buscando una servilleta, con sus largos dedos hizo un chasquido casi imperceptible que creó un corredor de vacío entre él y yo y, desde su único ojo me lanzó un haz de luz que nada ni nadie pudo interceptar porque a una velocidad de doscientos noventa y nueve mil setecientos noventa y dos kilómetros con cuatrocientos cincuenta y ocho metros por segundo entró por los cuencas de mis ojos y penetró en lo profundo de mi cerebro, donde rompió el encantamiento. Fue como un cristal que estalla y se pulveriza al sonido agudo de una voz que canta “Va pensieri”. Solo él y yo lo vimos, y en ese momento dejé de ser una silla. Y fui yo, y fuimos él y yo.    
Así fue como descubrí que Emanuel era mago y desde entonces le prometí cuidar de su sombrero y su bastón en una décima alegre:

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